Verano.
Siempre
había odiado el verano, bueno la verdad es que
había odiado casi todo en esta
vida. Si se hubiera topado con un
encuestador sobre el odio a pie de calle, le habría explicado que lo suyo eras más bien desdén. Ese desdén elegante con
el que se calzan los perdedores en agosto para poder caminar sobre el
asfalto hirviente en el que se
convierten las calles. Pero en verano no hay encuestadores de
ningún tipo, la mayoría andan por esos mundos de dios buscando el
amor. En verano las avenidas se quedan
huecas y sólo suena el blues que toca el
rojo de los semáforos.
Se encaminó
como cada tarde de fin de semana al bar El Paraíso. Al mismo abrir la puerta,
pudo sentir la vaharada a clóchinas frescas que desprendía la mirada de aquella
mujer. Tomó asiento en su mesa preferida, el local estaba vacío a esas horas,
la verdad es que sólo se llenaba cuando
el temblor de manos de sus habituales ya no podía aguantar más. Abrió el
portátil y googleó Slow and sexi blues
music, se puso los cascos. Los acordes de una harmónica parecieron reptar entre
las cicatrices que tatuaban aquella
mesa, pasó las yemas de sus manos sobre cada marca esculpida a punta de navaja sobre la madera,
cada una de ellas era una historia, una novela a medio escribir, una vida a
medio morir.
Hacía poco
tiempo que acudía al Paraíso a intentar escribir. Todo empezó cuando el calor
comenzó a sembrar de cadáveres de gorriones las aceras, una tarde fue siguiendo
el reguero de cuerpecillos inertes hasta encontrar uno que aún respiraba, justo
enfrente de las puertas del bar. Se
metió al pajarillo en el bolsillo del pantalón y ambos entraron. Tal vez fuese una señal del destino, pensó. Tal vez exista un cielo para gorriones sin
alas, para escritores sin palabras.
Dos cervezas y
la página continuaba en blanco, mientras en los auriculares sonaba Prisioner of
love, tampoco era preocupante ya estaba acostumbrado. Pero siempre hay que
insistir, o al menos eso decía en el último libro que no pudo terminar de leer:
El arte de ser feliz y otras patrañas. Eso sí, era una buena excusa para
pedirse una tercera.
La mujer se
acercó dejando un botellín chorreante que salpicó de espuma el teclado. Todo en
aquella mujer era negro, desde sus pantalones de cuero al moratón en el pómulo
de su cara, se alejó sin ni si quiera mirarle. Nunca supo su nombre. En lo
único que se había fijado es que ella jamás sonreía, no sabría decir si era
joven o vieja, si era guapa o fea. Lo único que sabía es que ella jamás sonreía
y eso le gustaba. No era que odiara las sonrisas, sino más bien era ese desdén
elegante con que montan sus gafas los perdedores, para poder ver más allá de
los disfraces. La miró de reojo, sus caderas se contorneaban al limpiar con un
paño la barra, el movimiento de la mujer
pareció poseerle los dedos y
empezó a escribir.
En la primera
línea, la mujer olía a noche y se sentó a su lado con dos copas de luna on de
rocks. Ninguno de los dos sonreía, se miraron a los ojos, ninguno de los dos se
besó. Él la desnudó a silencios y la
contempló sola, tan sola como una
gata callejera buscando una estrella en celo en los
vertederos. Ella le ofreció el océano en el cardenal que le marcaba la cara y
él lo lamió con las pestañas.
En la segunda
línea, bajaron las persianas del local, abrieron los grifos de cerveza y
bailaron asidos por el talle de sus
sombras sobre la primavera que se derramaba en mareas de cebada sobre sus pies. Y bailaron, si es que alguien
puede bailar un blues. Bailaron sin amarse, sin poseerse, tan sólo aferrándose
el uno al otro, tan sólo unos instantes para sobrevivir.
Cuando iba a
iniciar la tercera línea, una leve sacudida le sobresaltó, se dio la vuelta y se encontró a la mujer señalándose
el reloj con el dedo índice. Qué poco dura el amor, pensó. Él cerró el portátil
mientras ella se llevaba unos euros en un platillo. Al salir a la calle, el verde de los semáforos rasgueaba una noche de
verano plagadas de ratas. Antes de olfatear el camino por el que volver a casa, metió la mano en uno de sus
bolsillos del pantalón y agarró el cadáver del gorrión que encontró agonizando,
semanas atrás, frente a las puertas del Paraíso, lo dejó con respeto sobre la
tapadera de un cubo de basura. Al darle la espalda y seguir su camino, creyó
escuchar el aleteo de un pajarillo alzando el vuelo. Seguro que era su
imaginación, pensó, seguro que no había sido real. De todas formas, él que
había odiado casi todas las cosas de este mundo, también odiaba la realidad.
Bueno, más bien era ese desdén elegante con se perfuman los perdedores para
poder soportar la vida.