domingo, 27 de agosto de 2017

            
                                                                         Verano.




   Siempre había odiado el verano, bueno la verdad es que  había odiado  casi todo en esta vida.  Si se hubiera topado con un encuestador sobre el odio a pie de calle, le habría explicado que lo suyo  eras más bien desdén. Ese desdén elegante con el que se calzan los perdedores en agosto para poder caminar sobre el asfalto  hirviente en el que se convierten las calles. Pero en verano no hay encuestadores  de  ningún tipo, la mayoría andan por esos mundos de dios buscando el amor.  En verano las avenidas se quedan huecas y sólo suena  el blues que toca el rojo de los semáforos.
Se encaminó como cada tarde de fin de semana al bar El Paraíso. Al mismo abrir la puerta, pudo sentir la vaharada a clóchinas frescas que desprendía la mirada de aquella mujer. Tomó asiento en su mesa preferida, el local estaba vacío a esas horas, la verdad es que  sólo se llenaba cuando el temblor de manos de sus habituales ya no podía aguantar más. Abrió el portátil y googleó  Slow and sexi blues music, se puso los cascos. Los acordes de una harmónica parecieron reptar entre las cicatrices  que tatuaban aquella mesa, pasó las yemas de sus manos sobre cada marca  esculpida a punta de navaja sobre la madera, cada una de ellas era una historia, una novela a medio escribir, una vida a medio morir.
Hacía poco tiempo que acudía al Paraíso a intentar escribir. Todo empezó cuando el calor comenzó a sembrar de cadáveres de gorriones las aceras, una tarde fue siguiendo el reguero de cuerpecillos inertes hasta encontrar uno que aún respiraba, justo enfrente  de las puertas del bar. Se metió al pajarillo en el bolsillo del pantalón y ambos entraron. Tal vez  fuese una señal del destino, pensó.  Tal vez exista un cielo para gorriones sin alas, para escritores sin palabras.
Dos cervezas y la página continuaba en blanco, mientras en los auriculares sonaba Prisioner of love, tampoco era preocupante ya estaba acostumbrado. Pero siempre hay que insistir, o al menos eso decía en el último libro que no pudo terminar de leer: El arte de ser feliz y otras patrañas. Eso sí, era una buena excusa para pedirse una  tercera.
La mujer se acercó dejando un botellín chorreante que salpicó de espuma el teclado. Todo en aquella mujer era negro, desde sus pantalones de cuero al moratón en el pómulo de su cara, se alejó sin ni si quiera mirarle. Nunca supo su nombre. En lo único que se había fijado es que ella jamás sonreía, no sabría decir si era joven o vieja, si era guapa o fea. Lo único que sabía es que ella jamás sonreía y eso le gustaba. No era que odiara las sonrisas, sino más bien era ese desdén elegante con que montan sus gafas los perdedores, para poder ver más allá de los disfraces. La miró de reojo, sus caderas se contorneaban al limpiar con un paño la barra, el movimiento de la mujer  pareció poseerle los dedos y  empezó a escribir.
En la primera línea, la mujer olía a noche y se sentó a su lado con dos copas de luna on de rocks. Ninguno de los dos sonreía, se miraron a los ojos, ninguno de los dos se besó. Él  la desnudó a silencios y la contempló  sola, tan sola como una gata  callejera  buscando una estrella en celo en los vertederos. Ella le ofreció el océano en el cardenal que le marcaba la cara y él lo lamió con las pestañas.
En la segunda línea, bajaron las persianas del local, abrieron los grifos de cerveza y bailaron  asidos por el talle de sus sombras sobre la primavera que se derramaba en mareas de cebada  sobre sus pies. Y bailaron, si es que alguien puede bailar un blues. Bailaron sin amarse, sin poseerse, tan sólo aferrándose el uno al otro, tan sólo unos instantes para sobrevivir.
Cuando iba a iniciar la tercera línea, una leve sacudida le sobresaltó, se dio  la vuelta y se encontró a la mujer señalándose el reloj con el dedo índice. Qué poco dura el amor, pensó. Él cerró el portátil mientras ella se llevaba unos euros en un platillo.  Al salir a la calle, el verde  de los semáforos rasgueaba una noche de verano plagadas de ratas. Antes de olfatear el camino por el  que volver a casa, metió la mano en uno de sus bolsillos del pantalón y agarró el cadáver del gorrión que encontró agonizando, semanas atrás, frente a las puertas del Paraíso, lo dejó con respeto sobre la tapadera de un cubo de basura. Al darle la espalda y seguir su camino, creyó escuchar el aleteo de un pajarillo alzando el vuelo. Seguro que era su imaginación, pensó, seguro que no había sido real. De todas formas, él que había odiado casi todas las cosas de este mundo, también odiaba la realidad. Bueno, más bien era ese desdén elegante con se perfuman los perdedores para poder soportar la vida.